Solo contamos con
acciones, a veces absurdas, para “aniquilar” lo que se nos apetece.
Solo bastó una libación
para desbordar llantos de personas embriagas por su ignorancia, simultáneamente
murieron con él los dioses que lo acompañaban, Dionisio su libertador lo
condenó a morir a los dos años; en su entierro los gusanos esperaban
hambrientos para saciarse de un cuerpo adormecido por el vino.
El clamor de esta tierra,
pregonó a un clan de seres atormentados la ventura de su existencia.
Algunos encogidos de
resaca se dejaron caer hasta envolverse en su hastío de soportar.
Otros rieron, porque ya
llorar no se podía más.
Es extraño el
fallecimiento de aquel que muere embriagado sin el mayor tormento, al que solo
lo turba el movimiento vertiginoso de sus imágenes - estáticas, inertes o a
penas en construcción –
No sabía hablar, solo
lloraba y gemía; gemidos como gozos de un borracho prematuro; y el llanto del
placer que le producía no saber musitar.
Sus pies se congelaron por
la muchedumbre deleitada al verlo tambalear, su último suspiro lo dedicó a la
sensualidad de aquel desprendimiento y la lascivia que aquello le producía; una
lujuria, no como instinto, si no como una creación específicamente humana, como
la literatura con sus orígenes, leyes, evolución y límites.
Las dos tienen un factor
importante: La Imaginación.
La muerte de aquel niño no suscita horror, más bien obedece a un hecho irremediable, ante seres desquiciados de los que nos rodeamos.
No halago, ni culpo. De
hecho gozo de una retorcida opulencia, en la cual me sumerjo a veces sin
escapatoria alguna, y veo la muerte como concepción de belleza; alterada,
deshumanizada.
Alberto era su nombre.