viernes, 5 de agosto de 2011

Un liviano descenso



Solo contamos con acciones, a veces absurdas, para “aniquilar” lo que se nos apetece.
Solo bastó una libación para desbordar llantos de personas embriagas por su ignorancia, simultáneamente murieron con él los dioses que lo acompañaban, Dionisio su libertador lo condenó a morir a los dos años; en su entierro los gusanos esperaban hambrientos para saciarse de un cuerpo adormecido por el vino.
El clamor de esta tierra, pregonó a un clan de seres atormentados la ventura de su existencia.
Algunos encogidos de resaca se dejaron caer hasta envolverse en su hastío de soportar.
Otros rieron, porque ya llorar no se podía más.
Es extraño el fallecimiento de aquel que muere embriagado sin el mayor tormento, al que solo lo turba el movimiento vertiginoso de sus imágenes - estáticas, inertes o a penas en construcción –
No sabía hablar, solo lloraba y gemía; gemidos como gozos de un borracho prematuro; y el llanto del placer que le producía no saber musitar.
Sus pies se congelaron por la muchedumbre deleitada al verlo tambalear, su último suspiro lo dedicó a la sensualidad de aquel desprendimiento y la lascivia que aquello le producía; una lujuria, no como instinto, si no como una creación específicamente humana, como la literatura con sus orígenes, leyes, evolución y límites.
Las dos tienen un factor importante: La Imaginación.

La muerte de aquel niño no suscita horror, más bien obedece a un hecho irremediable, ante seres desquiciados de los que nos rodeamos.
No halago, ni culpo. De hecho gozo de una retorcida opulencia, en la cual me sumerjo a veces sin escapatoria alguna, y veo la muerte como concepción de belleza; alterada, deshumanizada.
Alberto era su nombre.